George
H. W. Bush no fue un gran transformador, como Thatcher o Reagan. Pero su
política exterior, marcada por la prudencia, el autodominio y la búsqueda de la
estabilidad, fue una de las mejores del siglo pasado.
Joseph
S. Nye
En muchos de los homenajes que se
le rindieron tras su fallecimiento, Margaret Thatcher fue elogiada como una
líder transformadora, que generó grandes cambios. Y se mencionó con frecuencia
al igualmente transformador Ronald Reagan, su contraparte estadounidense. Más
interesante resulta compararla, sin embargo, con el otro presidente de Estados
Unidos con el que coincidió durante su mandato, George H. W. Bush, Bush padre.
Aunque a Bush se le ha
caracterizado a menudo, de forma despectiva, como un mero administrador “de
componendas”, su política exterior fue una de las mejores del siglo pasado. Su
Gobierno gestionó el fin de la guerra fría, el desmantelamiento de la Unión
Soviética y la unificación de Alemania dentro de la OTAN, todo ello sin
violencia. Al mismo tiempo, encabezó una amplia coalición respaldada por las
Naciones Unidas que repelió la agresión de Sadam Husein a Kuwait. Si se le
hubiera caído cualquiera de las bolas con las que hacía malabarismos, el mundo
actual estaría en condiciones mucho peores.
Si bien durante su mandato se
produjo una transformación global de grandes proporciones, Bush (en sus propias
palabras) no tenía objetivos transformadores. Con respecto a la unificación de
Alemania, se resistió a seguir los consejos de Thatcher y otros, aparentemente
por un sentido de justicia y responsabilidad hacia su amigo el canciller Helmut
Kohl. En octubre de 1989 respondió a una llamada de Kohl manifestando
públicamente que no compartía “la preocupación de algunos países europeos
respecto a una Alemania reunificada”.
Al mismo tiempo, comprendió la
importancia de permitir que Kohl y otros asumieran el protagonismo. Cuando un
mes más tarde se abrió el muro de Berlín, en parte debido a un error de
Alemania del Este, se le criticó por el bajo perfil de su respuesta. Pero había
optado deliberadamente por no presumir ni humillar a los soviéticos: “No voy a
bailar sobre el Muro ni a darme golpes de pecho”, respondió. Todo un ejemplo de
inteligencia emocional de un líder. Ese dominio de sí mismo ayudó a crear las
condiciones para el éxito de la Cumbre de Malta con el presidente soviético
Mijaíl Gorbachov, celebrada un mes después. La guerra fría acabó
tranquilamente, seguida por el desmantelamiento del imperio soviético.
Bush alcanzó los objetivos de EEUU con un daño mínimo a los
intereses de otros países
A medida que Bush y su equipo
respondían a fuerzas que estaban en gran medida fuera de su control, se fijó
metas y objetivos que equilibraban de manera prudente las oportunidades y las
limitaciones. Algunos críticos le reprochan el no haber apoyado las
aspiraciones nacionales de repúblicas soviéticas como Ucrania en 1991 (cuando
dio su tristemente famoso discurso del “pollo de Kiev” contra el “nacionalismo
suicida”); o no haber llegado hasta Bagdad para derrocar a Sadam Husein en la
Guerra del Golfo; o haber enviado a Brent Scowcroft a Pekín para mantener
relaciones con China tras la matanza de la plaza de Tiananmen en 1989. Pero en
cada uno de estos casos, lo que estaba haciendo Bush era limitar sus logros a
corto plazo para poder alcanzar estabilidad a largo plazo.
Otros críticos se han quejado de
que Bush no fijara objetivos de cambio más ambiciosos con relación a la
democracia rusa, Oriente Próximo o la no proliferación nuclear en tiempos en
que la política mundial parecía más fluida. Pero, una vez más, hay que decir
que se mantuvo más centrado en mantener la estabilidad global que en promover
nuevas estrategias.
Además, Bush fue respetuoso de las
instituciones y normas en el exterior y dentro de su país: acudió al Congreso
para pedir autorización para iniciar la Guerra del Golfo y a las Naciones
Unidas para solicitar una resolución bajo el capítulo 7 de la Carta de la ONU.
Aunque era de pensamiento realista, podía ser un wilsoniano en sus tácticas. La
decisión de Bush de poner fin a los combates en Irak después de apenas cuatro
días estuvo motivada en parte por inquietud humanitaria, para evitar una
carnicería de soldados iraquíes, y también por el interés de no dejar a Irak
tan debilitado que no pudiera servir de contrapeso al poder de su vecino Irán.
Si bien la invasión de Panamá,
ordenada por Bush para capturar (y después enjuiciar) a Manuel Antonio Noriega,
puede haber violado la soberanía panameña, tenía un grado de legitimidad de
facto, dada la conducta infame del dictador. Y, cuando organizó su coalición
internacional para emprender la Guerra del Golfo, el presidente estadounidense
incluyó a varios países árabes no para asegurar el éxito militar de la misión,
sino para darle más legitimidad.
El estadounidense no siguió los consejos británicos, y apoyó a Kohl durante la reunificación de Alemania
El estadounidense no siguió los consejos británicos, y apoyó a Kohl durante la reunificación de Alemania
Se dice que, cuando Thatcher y
Bush se reunieron en Aspen, Colorado, en el verano de 1990, la británica le
aconsejó que no “le temblara la mano”. Pero la mayoría de los historiadores
coinciden en que no existía ese peligro. Con su cuidadosa combinación de poder
duro y blando, Bush impulsó una estrategia exitosa que alcanzó los objetivos
estadounidenses sin caer en un excesivo aislacionismo y con un daño mínimo a
los intereses de otros países. Fue muy prudente para no humillar a Gorbachov y
manejar bien la transición a la presidencia de Borís Yeltsin en la nueva Rusia
independiente.
Por supuesto, no todos los
extranjeros recibieron una protección adecuada. Por ejemplo, Bush dio poca
prioridad a los kurdos y chiíes en Irak, a los disidentes en China y a los
bosnios en la ex-Yugoslavia. En ese sentido, su realismo puso límites a su
cosmopolitismo.
¿Podría haber hecho más si hubiera
sido un líder transformador, como Thatcher o Reagan? Tal vez en un segundo
mandato. Y, con más habilidad para la comunicación, podría haber educado mejor
al pueblo estadounidense acerca de la naturaleza cambiante del mundo posterior
a la guerra fría. Pero ante las profundas incertidumbres de un mundo en
movimiento y los peligros de cometer errores de cálculo cuando el imperio
soviético se derrumbaba, la gestión prudente se impuso a las grandes visiones.
Es conocida la frase de Bush de
que él no hacía “the vision thing” (“eso de la visión de mundo”). No obstante,
pocos en 1989 creían que Alemania se podía reunificar en paz dentro de la
Alianza occidental. Thatcher no, desde luego. La lección es que, en determinadas
circunstancias, es preferible el liderazgo de buenos “administradores de
componendas”, como George H. W. Bush (o Dwight Eisenhower antes que él), al de
innovadores más llamativos y sugerentes.
Joseph S. Nye es profesor de la Universidad
de Harvard y autor de Presidential leadership and the creation of the american
era (Liderazgo presidencial y la creación de la era estadounidense), de próxima
publicación.
Copyright: Project Syndicate, 2013. www.project-syndicate.org
Copyright: Project Syndicate, 2013. www.project-syndicate.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario